Aceptar que tal o cual ser, a quien amábamos, haya muerto. Aceptar que este o aquel ser no sea más que un muerto entre millones de muertos. Aceptar que éste o aquél, vivos, hayan tenido sus debilidades, sus bajezas, sus errores, que nosotros tratamos en vano de encubrir con piadosas mentiras, un poco por respeto y compasión de ellos, mucho por compasión de nosotros mismos, y por la vanagloria de haber amado solamente la perfección, la inteligencia o la belleza. Aceptar su independencia de muertos, no encadenarlos, pobres sombras, a nuestro carro de vivos. Aceptar que hayan muerto antes de tiempo porque no existe el tiempo. Aceptar nuestro olvido, puesto que el olvidar forma parte del orden de las cosas. Aceptar nuestro recuerdo, puesto que, en secreto, la memoria se esconde en el fondo del olvido. Aceptar incluso —aunque prometiéndonos que lo haremos mejor la próxima vez y en el próximo encuentro— el haberlos amado torpe y mediocremente.
Marguérite Yourcenar, Peregrina y extranjera
Desde Santafé de Bogotá, el muy chévere siervo de vuestras reverencias