lunes, 7 de abril de 2014

Victoria, la protocronista de los trenes

Probablemente mi primer acercamiento a un ensayo, cuando lo leyó la Señorita Raquel ¿o la Señorita Virginia? Ahí aprendí que existían las palabras «ganga» y «pugilato».

Asombrado de no encontrar este texto en Internet, me obligué a escanearlo. Salve, Victoria. Felices 124.

VICTORIA OCAMPO
El rápido de las ocho y cuarto (F.C.N.G.B.M.)

El rápido de las ocho y cuarto se pone en marcha. He llegado demasiado tarde a Retiro para encontrar asiento. Además, nunca se encuentra asiento en los trenes que salen para el Tigre entre las siete y ocho y media de la noche. Para tener esa ganga hay que merecerla: esperar el tren a su llegada (como si fuese un personaje ilustrísimo) en el andén que le corresponde; abrirse luego paso a empujones y codazos entre la multitud de pasajeros que bajan de los vagones y los que se disponen a tomarlos por asalto, usando de todos los medios a su alcance para llegar primero a los asientos codiciados. De pie, en el espacio que separa dichos asientos, hay siempre una larga fila de pasajeros rezagados y oscilantes. Entre ellos se encuentran los que no han llegado a tiempo para la «largada» del Maratón o los que no sienten afición por los pugilatos. En esta última categoría me encuentro yo.
El pasajero que viaja de pie tiene forzosamente que tratar de mantener un equilibrio precario (estos trenes suburbanos se sacuden copiosamente) apoyando una mano, por ejemplo, en el respaldo de un asiento; el que le quede próximo. Si lleva algún paquete, libros, paraguas o lo que fuere, tendrá que llevarlos con la otra mano, «¡No haber nacido cuadrumanos!», piensa uno en esos trances. ¡Qué bien nos vendría poder disponer, como ellos, de nuestras cuatro extremidades! Estos medios de transporte, «alarde del adelanto moderno», lo exigen. Nuestra envidia confesa del orangután, nuestra nostalgia de su vida en la selva se intensifica siempre en momentos en que el guarda inspector, seguido por un empleado de menos rango, avanza lenta y penosamente por el pasillo: «¡Pases, boletos y abonos!» Si se pertenece al sexo débil (o bello), habrá que abrir la cartera. ¿Con qué mano? ¿Dónde depositar paquetes, libros, paraguas o lo que fuere? Por fuerza de las circunstancias, una mano queda descartada. No hay más remedio que utilizar la otra y soltar, por consiguiente, el único punto de apoyo que se nos ofrece en este mundo movedizo: el respaldo de un asiento. Pero de esta maniobra resultará una peligrosa ruptura de equilibrio que podrá precipitarnos en un cruce de vías, sobre tal o cual pasajero (sentado). Ya veo la cara que pondría, si se diera el caso, este señor malhumorado, indiferente a nuestra suerte (en apariencia) y que cómodamente repantigado en su asiento (algo de envidia le tengo, claro está) ha desplegado «La Razón», engolfándose en su lectura. ¡Pobre! Ha de haber sufrido algún contratiempo en su oficina… ¿O en sus amores? A primera vista parece extraño que alguna mujer pueda quererlo. Pero seamos justos. Si no mediara lo del asiento (la envidia que provoca en mí), o si este buen señor (a lo mejor es bueno) me lo hubiese ofrecido, yo, quizá, imaginara: «Qué cariñoso, qué atento ha de ser con "alguna" mujer…» Es visible que el señor no está para bromas. Ni levanta los ojos del diario cuando le piden el boleto. Por la traza, le han de haber enseñado cuando era niño (hace cuarenta años, calculo) que a un caballero le corresponde ser galante con las «damas». Ahora está tratando de olvidarlo. Pero no lo consigue del todo, y ese resabio de buena educación (o de lo que por tal pasaba) lo tiene molesto. A lo que él siente llaman hoy los psiquiatras un complejo. Ha resuelto no ceder su asiento y su resolución ha tomado una forma casi agresiva, precisamente porque no lo satisface, a pesar de todo. Me dan ganas de decirle: «¡Relaxe! Ninguna "dama" espera de un caballero que le ceda su asiento en nuestro siglo. ¡Vaya una ocurrencia! Puedes mirarme. No te pediré con los ojos que te levantes, señor de “La Razón“. Y tampoco te miraré con aire de pensar para mis adentros: “¡Qué guaso!” ¿No te has enterado definitivamente que has dejado de ser tú “caballero” y yo “dama”? La inocencia te valga. Cambios más estrafalarios se ven todos los días. Éste es sólo uno de los tantos. Hemos salido de la Edad Media. Los hombres (esos que fueron caballeros) se conducen ya en público como suelen conducirse en privado. Sin más miramientos. Más vale así. Los vamos conociendo mejor. ¿Y las “damas”? Sobre ese particular te dejo la palabra a ti, señor de “La Razón”. No he de ser yo quien critique contigo a mi propio sexo». Al llegar a la estación Golf ya le he comunicado mentalmente al viajero malhumorado todo lo que tengo que decirle. Miro para otro lado. A mi izquierda dos mujeres y dos muchachos están sentados frente a frente. Las mujeres no se conocen. Una de ellas lleva en brazos a un chiquito. Lo mira con una sonrisa de adoración. Tiene una cara cansada y simpática de madre trabajadora y alegre. Contenta de su suerte. La otra mujer mira sin ver, con mirada ausente. Está deseando llegar a su casa. Dialoga consigo misma. Lleva un paquete sobre las faldas y guantes de cabritilla destinados a una mano más pequeña que la suya. Esos guantes me acalambran los dedos. ¿Cómo podrá soportarlos?... Los muchachos son estudiantes. Hablan del átomo. Trato de oír lo que dicen. Para eso están hablando. Se quieren lucir. Necesitan público. Son dos verdaderos pavitos reales. Uno de ellos, rubio, con cabeza chica y redonda, pelo ondulado, ojos celestes, nariz recta, boca de negro blanco muy dibujada, se parece al Hermes de Praxiteles. «¿Qué tendrá que ver esta cabeza con estos problemas?», me pregunto. El compañero del Hermes es feúcho, narigón, con pelo lacio y pegoteado, sin gracia ni frescura a pesar de su evidente juventud. «Éste debe ser el que entiende de átomos —pienso—, porque de lo demás…» A los dos estudiantes les tiene sin cuidado la abundancia de mujeres de pie en el pasillo. Cuando eran chicos (ayer), ya no se enseñaba a los varones que fuesen atentos con las «damas». Ellos no tienen complejos a ese respecto, como el señor de «La Razón». Miran a su alrededor sonrientes y despreocupados. ¡Conmueve tanto candor! ¿Qué serán los librotes que llevan?... El tren se para en Olivos, y el Hermes le dice al narigón: «¡Chau, Negro!» y se va. Aprovecharé para el resto del viaje el asiento que deja. El tren se descongestiona. Ya puedo sumirme en la contemplación del anuncio en que vemos a un niño diminuto al borde de un gigantesco plato sopero. Déle menos sopa y más vitaminas, aconseja. Me parece razonable. Menos sopa (a los chicos nunca les hizo gracia la sopa) y más vitaminas. Ya me convenció la propaganda. ¡Qué sugestionables somos! Pero si sigue el chiflón que entra por la puerta que el Mermes de Olivos ha dejado abierta, no resucitarán a los niños que viajan en este vagón ni las vitaminas. ¿Será que los pasajeros del F.C.N.G.B.M. no saben leer? ¿Y que lo del átomo lo aprenden de oído? De otra manera, ¿cómo se explica que no obedezcan a la advertencia: «Cierre la puerta en invierno»? Aquí no se trata ya de «damas» y de «caballeros» de antaño; se trata de bronconeumonía. Me levanto, y cierro yo misma la puerta con un vigor innecesario que evidencia mi fastidio. Nadie se inmuta. Sin embargo, tres o cuatro pasajeros (tal vez más) ostentan todos los síntomas de aquello que mis tías abuelas llamaban romadizo. ¿Será que ya se han echado a muertos? Una señora de pelo blanco que ha subido en Belgrano, con una caja de violín y una canastita, se ha quedado dormida. Tiene aspecto de escandinava o de alemana. No sé por qué me inspira ternura y compasión. Duerme el sueño de los viejos que han abusado de sus fuerzas. Se la siente vencida por el cansancio. Un cansancio que viene de lejos. ¿Habrá acabado tan tarde de dar una lección? No; no viene de cumplir una tarea diaria. Está vestida para una fiesta, con un traje negro, «de circunstancia». Se ha puesto el sombrero con cierta coquetería. Ahora ya no puede más. ¿Quedará su casa lejos de la estación? La caja de violín y el canasto le van a pesar si el trayecto es largo y si tiene que recorrerlo a pie. ¿Estará frío el cuarto en que va a dormir? (Sueño con llegar frente a mi chimenea.) Se me ocurre que ha de vivir en el Tigre. Se ha dormido como sin miedo de pasarse de su estación.
¿Y esa otra mujer, con dos chicos? El mayor, de unos cinco años, traje marinero y boina (Almirante Brown, dice la boina, en letras doradas); el más chico, de meses, y muy envueltito en lana tejida. Ella, joven. Lo veo en su nuca y en su pelo. «Elle a le cheveux jeune» (como decía Chanel), a pesar de la consabida y desastrosa permanente. Lleva un sombrero de «liquidación» de gran tienda, entre nuevo y marchito por el manoseo; apelmazamiento de terciopelo y rosas. Su abrigo parece de corte casero. El chico de la boina Almirante Brown come desganadamente una galletita Lola que la mamá le dio para taparle la boca. Pero el intento fracasó. El chico pregunta y pregunta cosas. Está en la edad del incesante preguntar. La madre saca de una gran cartera de falso lagarto o yacaré un pañuelo usado y te suena las narices mientras él trata de esquivarse, retorciéndose. Los movimientos de la madre provocan el descontento y la protesta del envoltorio de lana tejida. De pronto estalla un llanto. La pobre muchacha no sabe cómo hacer callar a los chicos, ni dónde colocar su cartera de falso cocodrilo. Los chicos se mueven tanto, que no caben con su madre y el cocodrilo en dos asientos. Miro la nuca de pelo castaño. ¡Cuántos cuidados le han de costar estos vástagos, el abrigo, el sombrerito, los rulos de la permanente! Con esos rulos y ese sombrerito tiene que reconquistar diariamente a un marido que quizá la quiera o que quizá busque diversiones fuera de casa... Esto sí que es complicado. ¡Ay!, pienso, ¡qué trabajo cuesta ser feliz, particularmente entre los veinte y los treinta! El niño envuelto en pañuelos de lana seguía llorando. Bajaron en Martínez. Al llegar a su casa, ella habrá guardado en seguida su sombrero. Parecía una mujer muy ordenada.
En San Isidro, mi destino, no encontré taxi. Esperé hasta que regresó uno de llevar al cliente. Resultó ser un chauffeur que conocía la quinta donde vivo como sus manos. Además, le gustaba conversar. «Hace veinte años, yo venía aquí (se refería a la quinta) dos veces por día a traer una cocinera, una morena, gorda. ¿Se acuerda, señora?... ¡Qué tiempos aquéllos! Habrá fallecido ya la cocinera, ¿no?»
¡Qué corta es la vida, pensé, y qué verdad encierran siempre los lugares comunes más comunes! Lo que no comprendo es cómo siendo la vida tan corta (todos lo comprobamos a diario), resultan tan largos los viajes de Retiro a San Isidro en el rápido de las ocho y cuarto. Creo que ha de ser cuestión de chiflones.

(De En la calle. En Soledad sonora. Buenos Aires, Sudamericana  1950)